Una noche cualquiera en el barrio de San Fernando Renzo andaba buscando algo entretenido en la televisión. Iba cambiando canales cada 5 segundos. Se aburría rápido y andaba desesperado. No aguantaba más, quería tomar su “lonche” a como de lugar. Ya eran casi las siete y media de la noche y su madre no regresaba con la comida. Por su mente andaba un rico pancito un poco tostado con jamón y queso derretido, con tal vez un poco de mayonesa o mantequilla. Se imaginaba el preciso instante en el que iba a morder el pan. Se imaginaba ese sonido crujiente que nacería una y otra vez en esa batalla librada entre los dientes y la comida, la cual lentamente se entregaría al poder de las mordeduras. También se imaginaba un juguito de fresa con leche y para culminar quizás los inigualables alfajores de la señora “flaca” que vivía al frente de su casa.
De pronto, la voz inconfundible de su madre lo arrancaría a Renzo del letargo y lo acercaría infinitamente al sueño que tenia esa noche. Corrió despavorido hasta la ventana y la vio a su madre al final del pasaje conversando con una señora. En su mano llevaba una bolsa grande y blanca que llevaba al desesperado Renzo a imaginar lo inimaginable.
-Puta madre, señora de mierda- pensaba Renzo.
-Como jode, carajo- repetía gritando en silencio y furioso.
Quería gritar y apurarla a su madre pero creyó que eso sería una muestra de un chico maleducado. Entonces, pensó rápidamente y como sabía que su madre gustaba de las extensas chácharas con las “viejas” al final del pasaje, decidió ir a la cocina a poner la mesa. En la mesa debía haber cubiertos, servilletas, vasos, agua caliente, jugo, la panera, mantequilla, mermelada, tazas y alguna que otra huevadita más. Mientras ponía la mesa por la mente de Renzo desfilaba un pollo a la brasa, una hamburguesa con jamón y queso, y hasta el olvidado lomito al jugo. Se sentó y prendió la televisión de la cocina.
Pasaron muchos minutos y la furia de Renzo se desató. Se levantó con la firmeza de los personajes de guerra que tanto veía por esas épocas en las películas de la televisión y caminó rápidamente hacia la puerta principal. Estaba decidido a coger esa bolsa blanca y no estaba dispuesto a esperar un minuto más. Cuando abrió la puerta su mirada se posó en la figura de su madre, la cual ya había dejado de conversar con la “vieja fea”. Estaba molesto y la miraba fijamente. Su madre sonreía y decía cosas que Renzo ya no descifraba. Era como si una guerra se hubiera iniciado. Cuando llegaron a las gradas se apareció un perro pequeño y tan blanco como la bolsa que tanto añoraba Renzo. Este no lo había visto antes por que el perro era tan pequeño que los arbustos lo taparon.
Toda la ira por la bolsa de comida desapareció en ese mismo instante.
- Lo encontré en la calle y me fue siguiendo- sostuvo la madre sonriendo.
Era casi un cachorro, flaco y, seguramente, sarnoso y pulgoso. Renzo se quedó prendado del cachorro. Tenía una mirada profunda y valiente que le conquistó. Le parecía que tenía algo especial, algo que quería descubrir. Además, su andar vacilante mezclado con su extenso pelaje le causaba risa.
Su madre entró a la casa con la bolsa blanca y grande y le dijo que iba a preparar un lomo al jugo y que iba a hacer un jugo de fresa con leche.
Renzo se quedó un rato afuera con el perro, pero sabía que como muchos de los perros que andaban por ahí, debía irse. Le daba pena dejarlo ahí, pues era casi un cachorro. Pensaba que no tenía casa ni lugar a dónde ir. Pensó que quizás no tenía nada que comer y que por eso había seguido a su madre. Le dio dos palmaditas en la frente al cachorro, le dijo “cuídate” y cerró la puerta.
Ya en la cocina su madre le contaba como se había encontrado con el perrito. Le decía que lo había encontrado por la panadería y que, seguramente, por el olor de la comida el perro le había seguido. Le contó que la acompañó hasta la casa de su amiga y que cuando salió el perro seguía ahí. Así fue que llegó hasta aquí.
Renzo tenía un trozo de jamón en su mano. Lo juntó con un poco de queso y decidió llevárselo al cachorro. Rogaba por que el perro siguiera ahí o por lo menos este cerca para que pudiese traerlo de vuelta.
Antes de llegar a la puerta Renzo se asomó por la ventana y pudo ver que el pequeño perro aún estaba ahí. Estaba olfateando la puerta de la casa como si esta oliera a lomo saltado. Renzo abrió la puerta y “en one” le dio en la boca el enrollado de jamón y queso. También “en one” se comió toda la comida el perro.
Se sentaron juntos en una de las gradas que daba a la puerta principal de la casa y jugaron hasta que llegó la hermana de Renzo.
Y ese perro?- dijo entre sorprendida y alegre la hermana de Renzo.
La siguió a mi mama- comentó Renzo haciendo un gesto como si estuviera diciendo “no me jodas que yo no hice nada”.
La hermana le dio algo de comer en la boca al perro y también se sentó en las gradas. Jugaron por 20 minutos. Llego la mamá y se paró junto a la puerta. Hizo un gesto como si fuera a empezar a contar una historia.
Renzo se dio cuenta de esto rápidamente y una cierta molestia se dibujó en su rostro. Es que la madre de Renzo era magnifica para contar una historia. Se demoraba 3 horas para contar una historia que fácilmente se contaba en 3 minutos.
Sin embargo, esta vez Renzo decidió ceder y escuchar la historia del perrito que encontró. Su mama abundaba en detalles y los hijos escuchaban.
Pobrecito, hay que dejarlo dormir en la cochera con Toribio- dijo la hermana.
Simplemente eso bastó. El perrito esa noche se quedaría en casa con Toribio, un vigilante que cuidaba el barrio y que dormía en un pequeño dormitorio cerca a la cochera en la casa de esta familia. Una noche y después ya veremos…